Sábado 05 de diciembre de 2009 | Publicado en edición impresa
Diana Cohen Agrest
Para LA NACION
Quien más, quien menos, solemos vanagloriarnos de ser padres responsables y protectores de nuestros hijos (o, cuando menos, aspiramos a eso), y nos desvelamos por brindarles amor y cuidados hasta su adultez y más allá también. Sin embargo, amparados en la idea tradicionalmente empleada en otros contextos de familia, según la cual "padres son aquellos que crían", se viene alentando una práctica tan novedosa como invisibilizada: la "donación" de gametas -óvulos y espermatozoides-, a la que se recurre cuando las mujeres no pueden gestar con óvulos propios, o los espermatozoides de su pareja no son de la calidad o número para lograr el embarazo. Con el auxilio de la biotecnología, la pareja puede llegar a dar a luz un hijo originado a partir de una gameta de uno de ellos más otra (óvulo o esperamatozoide) proveniente de un sujeto relacionado por parentesco. El hijo que nace de la unión de un óvulo o espermatozoide donado y el de un miembro de la pareja resulta ser en un 50% genéticamente igual a la o el donante y en el 50 % restante igual al del miembro de la pareja que aportó la gameta. Aun cuando se seleccione a un donante o una donante cuyo material genético sea compatible con el del padre o la madre de crianza (entre otros rasgos fisonómicos, del mismo color de piel y de ojos), la realidad es que genéticamente es hijo de alguien que permanecerá en el anonimato probablemente de por vida. Si se trata de donantes familiares, el chico tendrá un padre o madre social y otro genético en su entorno, las más de las veces desconociendo dicha filiación.
"Obsequio", "donación", "ayuda solidaria" de una persona a otra no son sino eufemismos o, mejor aún, pátinas edulcoradas que ocultan una realidad más compleja y tormentosa. Retórica, sin duda, eficaz: aunque es un procedimiento que se realiza desde hace quince años, en los últimos cinco se duplicaron las consultas.
Si se trata de un donante desconocido, la palabra "donante" es un recurso lingüístico para darle cierto brillo altruista a lo que no es sino una venta de gametas. En la Argentina, aun cuando cada clínica especializada en reproducción asistida guarde el registro con la información de sus propios donantes, estos pueden acudir a otras clínicas y continuar vendiendo sus gametas para otras parejas. Pero, al no ser registrados oficialmente y al no disponer de registros "cruzados" entre las instituciones, está creciendo una generación de niños que nunca van a saber quiénes son sus padres genéticos y que, el día de mañana, pueden llegar a unirse con parejas consanguíneas.
Con el fin de evitar la posibilidad de estas uniones, en España se fijó un límite de 6 bebes nacidos por donante. En Gran Bretaña, la ley permite a los nacidos mediante esta técnica que, al llegar a los dieciocho años, los hijos tengan la posibilidad de saber quiénes son sus padres biológicos (medida que, desde que se implantó, redujo enormemente la cantidad de donantes, aun cuando ni el reconocimiento legal de los hijos ni los derechos sucesorios están en juego). Sin embargo, al implementar la posibilidad de conocer la filiación, se puede evitar la consanguinidad respetando, por añadidura, el derecho a conocer su origen.
¿Cuál es el costo personal de prestarse a esta práctica, que exige a las mujeres someterse a un procedimiento tan demandante como doloroso? Ciertos estudios concluyeron que la mujer que vende sus óvulos (las donaciones sin mediar un pago son excepcionales) suele estar sujeta a factores de coerción que, por lo general, erosionan su autonomía: una forma de coerción es la presión económica, que hace de la venta de óvulos la posibilidad de hacerse de algín dinero, legitimada por la retórica del altruismo que disfraza como donación lo que no es sino un negocio para quienes lo proponen en esos términos. Otra forma de coerción es psicológica, en la medida en que las propuestas suelen minimizar los riesgos del procedimiento (la hiperestimulación ovárica puede provocar desde obesidad hasta diabetes) y retacear la información; por ende, afecta la capacidad de decidir.
Los mismos que se aterrorizan ante la idea de la compraventa de un órgano aceptan hacerlo con gametas -urgidos por el deseo de un hijo o por el comprensible anhelo de gestarlo durante 9 meses o por el consuelo de que siquiera herede los genes de uno de sus padres-. Posiblemente, sin evaluar cabalmente sus consecuencias en el largo plazo. Porque, amparados en un criterio social y no biológico de responsabilidad parental, se suele suponer que quien cede sus gametas debe ser eximido de toda responsabilidad, según supone una equívoca premisa, desde el momento en que los donantes no son el padre o la madre "verdaderos".
Pese a que se la suele comparar con la adopción, la donación o venta de gametas es otra cosa: la adopción suele ser una solución al hecho concreto de un niño cuyos padres no desean o no son capaces de criar. Y no es lo mismo que donar gametas a sabiendas de que terceros desconocidos van a concebir un niño hacia el cual estaremos exentos de toda responsabilidad parental. Dar en adopción un niño puede ser, incluso, visto como un acto de amor de sus padres, que prefieren renunciar a un hijo a sabiendas de que estará mejor con otra familia. En el caso del donante vendedor ¿qué acto de amor hay en vender gametas para que otro lo críe? Y si se trata de un donante relacionado ¿en qué medida no se distorsionan los vínculos intrafamiliares, si un individuo puede ignorar toda su vida que, por ejemplo, es hijo de su padre y de su tía, una práctica tradicional que creíamos superada?
En un país donde, fundándose en buenas razones, se ha defendido a ultranza el derecho a la identidad, es cuando menos incoherente la banalización de una práctica que suele ocultar, precisamente, el derecho a conocer la filiación; ese mismo país que tiene, entre tantas otras deudas pendientes en políticas sociales, agilizar el complejo proceso de adopción de incontables chicos que esperan un hogar. Alienta, así, un genuino acto de amor altruista. © LA NACION
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